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Una muerte por resolver
Jueves, 14 de Agosto 2025, 12:30h
Tiempo de lectura: 8 min
Es el suyo uno de los cadáveres más buscados de la historia. Desapareció el 2 de julio de 1937, hace 88 años, mientras sobrevolaba el Pacífico y, desde entonces, cerca de veinte expediciones han seguido su rastro, incluida una liderada por Robert Ballard, el oceanógrafo que descubrió el Titanic. Se prepara otra incluso para este año. Evidencias del grado de fascinación que despierta el personaje.
Es un sentimiento que comparte Laurie Gwen Shapiro, directora de documentales y autora de The aviator and the showman, libro que ofrece una visión poco complaciente de este icono estadounidense. Lejos de la heroica narrativa habitual sobre Earhart, aunque sin dejar de destacar su valentía y ambición, Shapiro subraya sus limitaciones como aviadora, la presión mediática y social que enfrentó y, sobre todo, la influencia de su marido, George Putnam, que antepuso la fama y los intereses comerciales a la seguridad al preparar la aventura llamada a convertirla en la primera circunnavegadora de la Tierra.
Amelia Earhart nació en 1897 en Atchison (Kansas). Su padre era un abogado, alcohólico y luterano; y su madre, la hija de una familia adinerada. Cuando tenía 3 años, ante el nacimiento de su hermana, la enviaron a vivir con sus abuelos. Pasó con ellos cuatro años, en los que desarrolló una resistencia a las convenciones y el decoro y una irresistible atracción por el riesgo y la libertad. Características que se acentuaron cuando, con 8 años, su padre consiguió un puesto en el ferrocarril en Iowa. Mientras su progenitor se instalaba en una autodestructiva espiral alcohólica, su hija coleccionaba recortes de prensa sobre mujeres emprendedoras.
La herencia de sus abuelos maternos acudió al rescate familiar y su madre envió a Amelia a un elitista internado en Filadelfia y a su hermana Muriel a otro en Toronto. Allí la visitó unas navidades, en plena Gran Guerra, y al ver la ciudad llena de soldados heridos hizo un curso de enfermería para trabajar como voluntaria en un hospital. Se marchó luego a Columbia a estudiar Medicina, pero no pasó del primer año. Volvió con sus padres, que vivían en Los Ángeles y, como una «víctima hundida de la inercia», allí se instaló. Hasta que un día su padre la llevó a una competición aérea y le organizó un vuelo de prueba. El flechazo fue instantáneo. Empezó a tomar clases y no tardó en conseguir que su madre le comprara The Canary (El Canario, por su fuselaje amarillo), su primer avión. Tenía 24 años. Pocos meses después establecía su primer récord: volar a 14.000 pies (4267 metros) de altura. También aprendió a hacer acrobacias y pronto participaría en su primera exhibición.
Cuando sus padres se separaron, en 1924, vendió su biplano y se mudó a Boston con su hermana y su madre. Hizo un curso de matemáticas en Harvard, trabajó en un psiquiátrico y acabó de voluntaria en un servicio social para mujeres. Fue entonces cuando quedó fascinada por la hazaña de Charles Lindbergh, autor, en 1927, del primer vuelo transatlántico en solitario y sin escalas. Al poco, Earhart recibió la llamada que le cambió la vida.
George Putnam, editor de We ('Nosotros'), la autobiografía superventas de Lindbergh, se había aliado con un capitán de la Fuerza Aérea, Hilton Railey, y una rica heredera, Frederick E. Guest, ansiosa por ser la primera en sobrevolar el Atlántico. Ante el veto del marido de esta, sin embargo, el trío buscó una sustituta. Un conocido de Railey en Boston le habló de «una joven trabajadora social que sabe volar y que es una excelente persona». Según Shapiro, «Putnam la eligió, en vez de a otras aviadoras más experimentadas, por su belleza. Y, a pesar de estar casado, pronto comenzó a perseguirla con románticas intenciones».
Wilmer Stultz y Louis Gordon pilotarían el Friendship, el trimotor elegido para la ocasión, pero cederían los mandos a Earhart por tiempo limitado si las condiciones de vuelo lo permitían. No fue así. Al aterrizar, sin embargo, impulsada por la campaña promocional de Putnam, fue fotografiada con su estilosa chaqueta de aviadora y se convirtió en heroína. Ella contó que solo había sido una pasajera –«un saco de patatas», dijo–, pero una prensa entregada y una multitud extasiada la aclamaron al grito de «Lady Lindy».
Earhart y Putnam, que le publicó poco después 20 hrs. 40 min: our flight in the Friendship –escrito por un negro, Shapiro dixit–, comenzaron una relación secreta y se casaron en 1931, tras obtener el editor el divorcio. Putnam ya era su representante y publicista, pero el matrimonio acentuó su dominio sobre ella. «Algunos lo consideraban apuesto, para otros solo era un estafador –señala Shapiro–. La lanzó a la fama con la única intención de publicar un libro sobre su hazaña».
Decidida a merecerse su popularidad, cuatro años después cruzó el Atlántico en solitario en un monomotor al que se le congelaron las alas y con el altímetro roto. El destino era París, pero acabó en un prado entre vacas en Irlanda. Nada que impidiera multiplicar su aura de leyenda.
En plena Gran Depresión, obligado a ceder su editorial por una fusión, Putnam entendió que la fama de su esposa era su mejor activo. Negoció acuerdos editoriales y derechos cinematográficos mientras ella batía cinco récords mundiales más, conscientes ambos de que la inevitable culminación de su destino no podía ser más que la vuelta al mundo.
Para 1937 ya se habían completado cinco, incluidas una en dirigible y otra en hidroavión; aunque solo una en solitario, en 1933, a cargo de un tejano llamado Wiley Post, en 7 días, 19 horas y 49 minutos. El desafío seguía siendo, en todo caso, una auténtica heroicidad. Earhart llevaría compañía a bordo, pero quería ser la primera mujer en formar parte del selecto grupo de circunnavegadores.
El vuelo, de 47.000 kilómetros, sería el más largo hasta la fecha y exigía una forma física impecable para volar durante horas. Sin piloto automático, el bimotor Lockheed Electra 10E afrontaría largos trayectos en mar abierto, impredecibles condiciones meteorológicas, aislamiento prolongado, presión psicológica... Los beneficios, eso sí, serían sustanciales al impulsar su leyenda a niveles estratosféricos.
Pero las cosas pronto empezaron a torcerse. El 17 de marzo de 1937, Earhart despegó desde Oakland (California) junto con dos navegantes, Fred Noonan y Harry Manning, y el piloto Paul Mantz, que le enseñaría los secretos de la aeronave para, tras la primera escala, en Hawái, tomar ella los mandos el resto del viaje.
Dos días después de aterrizar en Honolulu, Earhart era la única piloto de aquel pájaro de cuatro toneladas y 17 metros de envergadura. Inició la maniobra, pero, revela Shapiro, ignoró el consejo de Mantz –«no manipules los aceleradores»– en la segunda fase del despegue llevando el Electra a una violenta barrena sobre la pista. Un ala se dobló y el tren de aterrizaje se partió. Al menos la aeronave, con casi 4000 litros de combustible, no explotó. De la vergüenza ante toda la prensa presente, eso sí, nadie pudo librarles.
La pareja tuvo problemas para afrontar los gastos del fracaso: regreso al continente, reparaciones, modificaciones... Hipotecaron una propiedad y reunieron fondos entre amigos y patrocinadores, pero sacrificaron medidas de seguridad (la radio de frecuencia marina, para enviar señales de socorro). En dos meses, el Electra retomó la misión, esta vez desde Miami. La travesía se haría en sentido inverso con escalas en Puerto Rico, Venezuela, Guayana Holandesa (Surinam), Brasil, Senegal, Chad, Sudán, Eritrea, India, Birmania, Tailandia, Singapur, Indonesia, Australia, Nueva Guinea, isla Howland, Hawái y vuelta a casa.
Despegaron el 1 de junio y todo discurrió sin problemas reseñables hasta Indonesia, donde Earhart contrajo disentería. Agotada y frágil, apenas podía comer, pero siguió vuelo hacia Port Darwin (Australia), donde un funcionario advirtió que su radiogoniómetro –que habría permitido fijar su posición en medio del océano– no funcionaba. Por lo visto, revela Shapiro, nunca lo había hecho.
Earhart y Noonan llegaron a Lae (Nueva Guinea) el 29 de junio. Ella dormía poco y estaba agotada por la disentería y los largos periodos de ayuno en vuelo. Su rostro, hinchado y pálido; su figura, esquelética. Esa noche, Noonan se emborrachó y Earhart retrasó un día la salida.
Antes de partir, reflexionó: «Hace poco más de un mes estaba en la otra orilla del Pacífico, mirando al oeste. Esta tarde miré hacia el este. Todo el ancho del mundo ha quedado a nuestra espalda, salvo este vasto océano. Me alegraré al dejar atrás los peligros de su navegación».
En las imágenes del noticiero previas al despegue en el aeródromo de Lae, Earhart parece serena, pero seria. Noonan, afeitado y con paso firme, sonríe a la cámara. No era consciente de que se había olvidado en el hotel las bombas de humo destinadas a facilitar un rescate marítimo. Veinte horas más tarde, a punto de alcanzar la isla Howland, un minúsculo atolón en el Pacífico, el rastro del Electra se perdió. Casi 90 años después, todavía se desconoce la ubicación del accidente. El océano mantiene intacto su secreto.