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Mi hermosa lavandería

Una pesadilla y una advertencia

Isabel Coixet

Viernes, 08 de Agosto 2025, 09:38h

Tiempo de lectura: 3 min

La buena literatura, como todos sus amantes sabrán, es un doble viaje: nos conduce al alma de otros seres y a la vez nos lleva a lo más hondo de la nuestra. Leer un buen libro es como estar sentado con una chamana que nos hace viajar a miles de kilómetros de donde estamos mientras sentimos una punzada en el estómago que nos dice: «Pero si esto es aquí». 

Miles de personas mueren tras semanas sin lograr conciliar el sueño; caen rendidas, sumidas en la más absoluta desesperación

A mí me sucede con frecuencia con los libros que se supone son distopías: que, maravillándome de la imaginación del autor para crear un mundo distinto al nuestro, me sorprendo pensando: «Esto está pasando, esto es ahora mismo». El libro de Karen Russell Donantes de sueño (editorial Sexto Piso) me produjo exactamente ese efecto. Es la cara 'gore' de otro libro no distópico, pero igualmente fascinante: el de Ottessa Moshfegh Mi año de descanso y relajación. Y también nos remite de alguna manera a Cien años de soledad en clave contemporánea. 

Donantes de sueño empieza con algo que a todos nos resulta ya familiar: una epidemia de insomnio que sacude Estados Unidos. Pero no es una epidemia normal que pueda curarse con narcolépticos, tila o melatonina. Miles de personas mueren tras semanas sin lograr conciliar el sueño; caen rendidas, sumidas en la más absoluta desesperación y devoradas por la locura. Resulta pavorosa la descripción de lo que la falta de sueño le hace a un cuerpo. La protagonista, Trish Edgewater, trabaja como captadora para las Brigadas Duermevela, una organización sin ánimo de lucro que busca donantes de sueño: personas dispuestas a ceder algunas de sus horas de descanso y salvar con sus transfusiones las vidas de unos pocos insomnes. Trish es una captadora de voluntarios ejemplar, cuyo éxito solo se explica a través de su biografía: su hermana Dori fue una de las primeras víctimas mortales de la crisis del sueño, y el emotivo relato de su agonía y muerte vuelve el discurso de captación de Trish prácticamente infalible. Sin embargo, cuando entran en escena la Bebé A, primera donante universal de sueño, y el Donante Y, cuyas transfusiones contaminadas desatan una oleada de pesadillas inhumanas, Trish comienza a cuestionarse los límites éticos de una profesión aparentemente altruista. En el libro, el tiempo mismo pronto se convertirá en un anacronismo. Y Karen Rusell, como ya demostró en su última novela, El antídoto, sabe surcar las lagunas y ausencias de la trama con gran elegancia. 

La sensación de aniquilación inminente pulsa a lo largo del libro; los insomnes describen las agonías finales de su condición como su «último día», evocando cultos religiosos y profecías del fin del mundo. 

En Donantes de sueño, la causa de la epidemia sigue siendo misteriosa: «Algunos especulan que la enfermedad está conectada con las mareas de los océanos, el magnetismo, los polos, los hemisferios, la red de luz y sombra en el globo»; otros sugieren que «el sueño ha sido expulsado del mundo por nuestra obsesión por estar atentos a las noticias las veinticuatro horas del día, nuestros cielos, los cultivos y vías fluviales contaminados, las pantallas brillantes de nuestros dispositivos...».

Donantes de sueño indaga en valores como la empatía, el compromiso, la angustia climática y la abnegación, y en el modo en que llegan a adulterarse en momentos de crisis. Karen Russell nos transporta a un mundo inquietantemente parecido al nuestro, a una pesadilla que no deja de ser una advertencia.

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