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Pequeñas infamias

Placeres culposos

Carmen Posadas

Viernes, 08 de Agosto 2025, 09:41h

Tiempo de lectura: 3 min

Hace unas semanas les proponía a mis amigos de Instagram un juego: confesarnos nuestros placeres culposos. Hablo de esos placeres un poco vergonzantes que uno no cuenta por miedo de quedar como cursi redomado o un/una choni. A mí, por ejemplo, me chifla el reguetón. Solo mis nietos me entienden, el resto queda bastante estupefacto y dice que no va nada con mi forma de ser. Pero, a mí, que me quiten lo 'salseao'.

Mantener una parcelita propia en la que uno pueda ser como le da la gana es muy liberador

Otro de mis placeres culposos es ver, la tarde de los sábados, esas pelis de asesinatos malísimas que ponen. Me las trago todas. Sé de antemano quién es el asesino y todas son iguales. Pero precisamente por eso me gustan, porque no requieren el uso ni de una sola neurona. En cuanto a placeres culposos en materia de comida, por lo general [sugiero este orden], uno suele quedar divinamente si confiesa que se pirra por el chocolate (y en mi caso es verdad). Pero tengo otros placeres bastante menos sofisticados. Como zamparme una hamburguesa chorreante de kétchup o forrarme a chuches de esas que son puro veneno. En cuanto a lecturas, yo debería confesar que solo leo clásicos blablá, obras de grandes novelistas blablablá, y sofisticados libros experimentales, pero la verdad es que también soy fan de los cómics antiguos de La pequeña Lulú o, si las encuentro, de viejas y descatalogadas novelas de Corín Tellado con las que lloro a mares, igual que con las telenovelas. Al fin y al cabo, no solo de Proust, Santa Teresa, Nietzsche y Edith Wharton se nutre una escribidora como yo. Igual que no puede uno comer caviar todos los días y, de vez en cuando, sienta fenomenal meterse al coleto un bocata de salchichón o un bollo chorreante de colesterol, con la lectura ocurre otro tanto. Lo ideal es leer de todo porque de todo se aprende. Pero bueno, volviendo ahora a los placeres inconfesables, me interesó mucho descubrir cuáles eran los favoritos de mis amigos de Instagram. Uno de ellos confesaba que cantar a voz en cuello por la casa con un cepillo de pelo a modo de micrófono emulando a Freddie Mercury; otro admitió que le chiflaban el chóped y la mortadela con aceitunas. Había varios que disfrutaban de pelis malísimas como yo, e incluso uno de ellos reconoció que se sabía de memoria diálogos enteros de las películas de Paco Martínez Soria. Me pregunto cuál será el mecanismo mental que hace que a uno le gusten tanto los placeres culposos. No soy psicóloga ni psiquiatra, pero se me ocurre una explicación. Pienso que todos somos un cúmulo de muy necesarios claroscuros y contrapesos. Una persona intelectual como Nabokov, el autor de Lolita, se pirraba, por ejemplo, por las mariposas, y pasaba horas persiguiéndolas con una red como un niño de diez años. Johnny Depp, por su parte, colecciona muñecas Barbie, mientras que a Napoleón le daba por los soldaditos de plomo y a Al Capone por hablar horas con su canario flauta. ¿Rarezas? ¿Excentricidades? Sí, pero también estos pequeños placeres secretos son una vía de evasión de nosotros mismos. La gente, al menos la más interesante, no es monolítica ni monotema. Es necesario descansar del personaje que uno se ha construido (todos nos construimos uno) y cada cual tiene sus válvulas de escape. Y parte de la gracia es que sean secretas. No solo porque muchas están en contradicción con ese personaje que con tanto esmero y trabajo hemos construido de nosotros mismos. También porque mantener una parcelita propia en la que uno pueda ser como le da la gana es muy liberador.


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