Viernes, 08 de Agosto 2025, 09:42h
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Es uno de los más vivos recuerdos que tengo de mi padre. Ocurrió hace sesenta años. Yo tendría trece o catorce y estábamos sentados en la terraza del Gran Bar, en Cartagena, conversando sobre asuntos familiares, cuando un conocido se detuvo ante nosotros, nos asaltó con una verborrea inoportuna y, sin que nadie lo invitara a ello, se sentó a nuestra mesa. Mi padre, que era un caballero en el más exacto sentido de la palabra, escuchó su cháchara con cortés atención, asintió sobriamente un par de veces para no animarlo a extenderse mucho, y cuando por fin el otro decidió dejarnos tranquilos, encendió un cigarrillo viéndolo alejarse y comentó pensativo, ecuánime, sin dirigirse a nadie en particular: «Es simpático, el imbécil».
Un cocinero no es un colega, sino un maestro de ceremonias. Un digno supervisor, encargado de asegurar la felicidad gastronómica y social de sus clientes
Recordé eso hace unos días en un restaurante de Madrid. Comía con dos amigos y conversábamos sobre asuntos que requieren discreción y confianza. Por eso elegimos un reservado de ese restaurante, al que yo iba por segunda vez en mi vida. Conviene señalar aquí que, ya desde hace tiempo, se da una cierta informalidad que hace más agradables las relaciones entre clientes y cocineros o propietarios. Por lo general éstos son profesionales que saben comportarse, y sus comentarios, bromas o confidencias son de agradecer, pues crean buen ambiente. A lo largo de mi vida conocí a muchos precursores –Arzac, Paco, Félix Colomo, Melquíades, Lucio–, guardo grato recuerdo de todos ellos y me gustan sus discípulos: emergen de sus cocinas, templos sagrados del orden, el fuego y el silencio, se asoman al mundo exterior para comprobar que todo va bien, y tras un grato intercambio de sugerencias u opiniones vuelven a lo suyo. Son cocineros dignos, serios, con sabia discreción, con mando. Verdaderos hidalgos de los fogones que te hacen sentir como un cliente respetado y como un amigo.
De todos ellos, Lucio es al que más frecuenté. Durante cuarenta años –un cariñoso recuerdo para Teo, su excelente jefe de sala– tuve muchas ocasiones para admirar sus maneras, su arte, su torería. Con una chaquetilla blanca idéntica a la de sus camareros, paseaba entre las mesas saludando lo justo y lo adecuado, con respeto al comensal y a sí mismo. No se sentaba con nadie, excepto para cenar con los íntimos en la mesa de la entrada –igual que Arzak en la mesa de su cocina–, pues ambos, como tantos otros, sabían que un cocinero no es un colega, sino un maestro de ceremonias. Un digno supervisor, encargado de asegurar la felicidad gastronómica y social de sus clientes.
Se da cada vez con más frecuencia, sin embargo, una perversión social del asunto. Ahora los cocineros son chefs –honroso término que, lamentablemente, cada vez se asocia más con la saturación mediática de los reality shows de la tele– que aparecen entre los comensales con su chaqueta negra o fucsia con el nombre bordado, se meten en la conversación que mantienes con quien sea y, tuteándote como si hubierais hecho juntos la mili en Ceuta, lo mismo te recomiendan la espuma de calamar sobre deconstrucción tibia de aguacate y frambuesa –a baja temperatura, por supuesto– que te cuentan sin empacho dónde pasaron las vacaciones, muestran una foto de sus niños o te dicen que nunca leyeron un libro tuyo.
Me pasó hace unos días, como digo: restaurante, reservado, charla confidencial. Silencios cargados y comentarios de los que no admiten testigos. Dos amigos –un ministro destacado del Gobierno y un extraordinario periodista de El Mundo– y el arriba firmante. De pronto apareció el chef, el artista, el compadre. «Luego me tomo un café con vosotros», dijo con naturalidad mientras anotaba la comida. Miré a los otros, nos miramos incómodos, el fulano desapareció y seguimos a lo nuestro. Pero a los postres regresó, cogió una silla y se sentó con desparpajo a la mesa. Y al ver que mis acompañantes callaban –advertí en ellos una sospechosa resignación–, asumí sin complejos el papel de malvado Carabel y le dije al fulano que no, que se levantara. Que tratábamos asuntos confidenciales y aquello no era una tertulia ni una entrevista de Gastroarte Magazine, sino una conversación privada a la que el cocinero, por razones obvias, no estaba invitado.
Se levantó y se fue con mala cara. Fue entonces cuando me acordé de mi padre y de aquella mesa del Gran Bar. En estos tiempos, concluí, ya no te piden que seas educado, correcto con todo el mundo. Que es lo natural. Ahora las maneras son lo de menos; lo que exigen es que te comportes como si fueras compadre de todo cristo. Pero me pillan demasiado mayor para eso. Sigo prefiriendo a los discípulos de Lucio.
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